UNA ESCENA MUY DRAMÁTICA

*NOTA PARA EL LECTOR: Para disfrutar de la experiencia con todo su peso dramático antes de empezar a leer reproduce esta canción.

ESCENA1. HABITACIÓN. INTERIOR. NOCHE
Alguien está sentado en su dormitorio frente a su ordenador. Da igual que sea chica o chico. Imagina lo que quieras. La escena es igual de buena. Igual de triste y de buena. En fin, que está esa persona sentada frente a su ordenador en su dormitorio, de noche. Y está escuchando este tema. Y está triste. Y escucha este tema que es triste estando triste así que todo es bastante triste. Ni si quiera se sabe si está triste porque está escuchando el tema o si está escuchándolo porque ya estaba triste y es de esas personas que escuchan música triste cuando están tristes, pero el tema es que todo muestra una atmósfera bastante triste de cojones. Además, aunque no lo supiéseis hasta ahora, está llorando, así que todo es innegablemente triste y el llorar ya es el acabóse de esa tristeza. Pero además de todo y a pesar de que esta escena bien podría ser el final de cualquier historia esto no es más el principio así que la escena continúa y pinta que va a seguir siendo triste. Porque además mira el facebook. Y mira fotos de su vida y de la vida de otros. Y todo eso le pone triste, más triste todavía, por él y por los demás, por las vidas de los otros, por las realidades que se destilan tristemente entre los píxeles. Y resulta que además de estar triste y llorando y escuchando este tema triste, esa persona también está buscando en su ordenador una película que ver online. La busca en el detestable mundo de las páginas de películas online, con sus millones de scroll rolls promocionales y esas ventanas emergentes publicitarias tan molestas que aparecen con incómodos sonidos digitales cada vez que pincha con el ratón en “ver película” o en el botón de play. Y aparecen esos video-anuncios en los que un imbécil te dice que si quieres ganar 100.000 euros puedes hacer algo , algo que de ser verdad, ese mismo imbécil estaría haciendo todo el rato y en ese mismo momento en lugar de estar diciéndote a ti con esa cara de imbécil como hacerlo. Y la canción suena todo el rato muy alta. Y la escena dura mucho. Y en la escena la canción también dura mucho. En realidad dura más de lo que dura la de verdad. Será una versión más larga que compondrá alguien. O igual no dura más. Igual está en loop. Aunque eso no importa demasiado. El tema es que la música no para. Como las lágrimas de esa persona. Las lágrimas y la música no se detienen en ningún momento. Parece que la música y las lágrimas procedan de la misma fuente de inagotable mezcolanza.Un torrente líquido y sonoro de pesadumbre. Y las ventanas emergentes de publicidad más de lo mismo, son infinitas, eternas, sempiternas y otros sinónimos de algo parecido a la eternidad. Y esa persona llora todo el rato. Cada vez más. Y ya no sabes bien si llora porque está triste o si es por la música o si es por las ventanas emergentes de publicidad. Y la verdad es que podría ser por cualquiera de esas cosas pero evidentemente piensas que debe ser por eso último. Que llora por las ventanas. Que no puede sentirse más triste, invadido tan gratuita y maléficamente por todo ese contenido publicitario que él (o ella) no ha pedido. Y ahí te ha cogido la escena por los huevos. O por el coño. O por los dos sitios. Porque ahora empatizas con esa persona. Completamente. Y aunque haga gracia la escena acongoja. Da su cosa. Porque no nos engañemos. Esas ventanas son diabólicas. Pura maldad. Y dan ganas de llorar. Eternamente o algo que se le parezca.

4. FUTURO DE ORINA CON FORMA DE PERA

Soy arrastrado en una camilla hacia la sala de espera de urgencias de traumatología. A mi alrededor los sanitarios andan por el pasillo esquivando a los pacientes. Doctores, enfermeros, celadores, sanitarios, todos de ambos sexos, se mueven como peces por una suave e invisible corriente de aire que los impele por todo el edificio y por las zonas libres de pacientes. Me recuerdan a esos camareros que no te miran y que mediante esa negación te otorgan el carácter de la inmaterialidad o de la identidad ausente ahorrándose tener que atenderte. Mientras me empujan en posición horizontal por los pasillos el techo se desplaza como una cinta transportadora de dibujos fractales compuestos por baldosas de pladur, perfiles de poliestireno, rejillas de ventilación, placas de escayola y halógenos siseantes. Los tubos luminosos fluorescentes derraman lánguidamente longitudes de onda en las que el azul y el magenta inundan el espectro lumínico. Me recuerda a la luz de las peceras que tienen de muestra en esas tétricas tiendas de animales catatónicos que aún perviven en alguna esquina desviada del sentido lógico de la vida. Es una luz tan flemática que parece no proyectar sombras. Todo lo que está bajo su manto refulgente tiene un aspecto mórbido. Tengo la sensación de estar dentro de una de esas jaulas que sirven para atraer con su albor actinio a moscas u otros insectos que acaban siendo electrificados en su atractivo y terrorífico interior de discoteca exclusiva para artrópodos. Por si fuera poco y para mejorar la sensación de ahogo que produce el hospital, el recinto parece una enorme berbena aromática en la que los etanoles, isopropanoles, formaldehídos y glutaraldehídos bailan como posesos junto a los benzalconios, cetrimidas y cloruros de cetilpiridinio sobre el barro de la fragante luz yodoformática; a esta magnífica coreografía balsámica se suman inoculantes perfumes humanos procedentes de reservados vip con forma de zonas axilares ubicadas en los pacientes que esperan a ser llamados por alguna enfermera mientras la frágil sábana del silencio trata de ocultar el silbido ruidoso que genera la diatriba mental de todo el que lleva allí un buen rato esperando. Por suerte me colocan en el pasillo. Alejado de todos. Un remanso de algo parecido a la paz en medio de algo demasiado descolorido como para producir sosiego. El astrágalo se suma a la fiesta del bajón. Hace rato que mi tobillo se ha roto tras precipitarme desde una altura considerable. Ahora ese bulto cada vez se toma menos tiempo para recordarme, a través de punzantes dolores regulares, que la estupidez es algo demasiado serio para que la esgrima cualquier imbécil. Me hacen unas placas. Radiografían mi maléolo de frente y de perfil. Les falta hacerme sujetar una placa con un número elevado de cifras para que los resultados radiográficos recuerden espeluznantemente a esas fotos que los funcionarios de prisiones toman de aquellos que son fichados en las cárceles y que son el complemento gráfico que acompaña a los expedientes personales en los que se describe su situación procesal y penitenciaria. Registrado mi condenado osteógeno vuelvo a ser lanzado al pasillo, alejado de la sala de espera de urgencias de traumatología. El tiempo pasa como en un óleo daliniano. Todo aquello que roza el tiempo, es decir, todo lo que existe en el plano real que ocupo yo en ese momento, parece ablandarse, fundirse, metaexistir en los límites físicos de la materia. La enorme varilla del tiempo golpea una y otra vez el mismo segundo situado en ese lugar maldito de mi pie llamado astrágalo. De repente una voz femenina aparece en escena. Viene desde detrás de mi. Como estoy tumbado en la camilla mi visión solo abarca lo que tengo delante y el techo, lo que significa que no puedo ver a la chica, algo que por otro lado no me apetece. Sólo quiero ser sedado, operado y devuelto a mi vida habiendo superado la que va a ser la peor resaca de mi vida. Su aparición, la de la voz, es abrupta. Suena como maderas nobles rompiéndose. Como un cerdo que grita mientras se deshace en una bañera de ácido. Como un gordo cayendo desde mucha altura sobre miles de cráneos. Una vez percibida se adentra en el cerebro, la voz, inapelable como una aguja de Kirschner atravesando el túnel tarsiano, algo de lo que podré hablar con conocimiento de causa horas después. Maldice su mala suerte, la chica. Dice que le duele la cadera, que le mata de dolor la pierna, que menuda hostia, que quien le manda subirse allí, que todo le tiene que pasar ella, que pobre de ella, que ella y que ella, que ahí esperando tanto rato, con lo que le duele, que no puede ni moverse, y que ahí, sufriendo, solo ella, ella, no habiendo nada más allá de ella, nadie más jodido a su alrededor, ninguna persona con cosas fracturadas o luxadas. Y así sigue todo el rato, imparable, como un torbellino de asqueroso chapapote sonoro, taladrando mi cabeza con su repetitivo discurso y todo girando en torno a ella, siendo ella el corazón que bombea fuego al sol, mostrando su lugar en el culo del mundo, siendo el centro gravitatorio del cosmos, anunciando a gritos que ella es el ojete de Dios. Comprendo en esos momentos que el tormento de un hueso roto no es comparable a la tortura mental que producen ciertas relaciones sociales. Cuando conocemos a alguien determinadas sensaciones impregnan nuestra amígdala. Ocurre en milésimas de segundo y su único fin es nuestra protección, un mecanismo de supervivencia. Así, alguien que nos resulte agradable, cercano, o confiable trufará nuestra amígdala de agradables efluvios sensoriales, y alguien que nos genere temor, desconfianza o asco pateará pertinazmente con unos crampones de acero ese mismo órgano amigdalino. Y así me encuentro yo. Con mi amígdala convertida en un charco de ovoalbúmina viscosa. Cansado de completar la imagen femenina de esa voz y de imaginar rostros hiperémicos con bocas infinitas decido mirar hacia la chica, ponerle cara, y arriesgar mi integridad que hasta ahora se encontraba a salvo de las vicisitudes que aparecen cuando se estable un vinculo de contacto visual directo entre dos personas. Como estoy tumbado en la camilla para ver a la chica tengo que mirar a la parte del pasillo que se encuentra a mis espaldas, en este caso y para ser más específico debería decir a mi coronilla, así que empiezo a levantar hacia arriba mi barbilla, rotando mi cabeza como si, en un paseo por un parque alzase la vista para ver el dinámico vuelo de un gorrión. Al estar en posición horizontal mirar hacia arriba significa también mirar hacia atrás. Cuando giro todo lo que puedo la cabeza contemplo el cuadro. La chica está sentada en una silla de ruedas a un par de metros de mi camilla. No hay nadie más. Estamos solos en ese pasillo solitario y transido. Ella no deja de hablar mientras la miro. Debido a mi posición la contemplo del revés, boca abajo. Mi arriba es su abajo, mi izquierda es su derecha y así consecutivamente. Todo yo soy una lente ocular invertida que proyecto las imágenes voleadas. Es curioso porque eso mismo hacen nuestros ojos habitualmente, invierten las imágenes que atraviesan nuestro iris en la cúpula ocular de la retina dándole la vuelta a la realidad por lo que en esa posición, frente a esa mujer insoportable, yo y mis ojos somos un doble multiplicador de irrealidad o de realidades alteradas o de universos de espejos o la versión humana y natural de las gafas de visión invertida de George M. Stratton. Sus ojos y los míos se cruzan y sé que el vínculo se ha establecido y que ahora, todo, sólo puede ir a peor. La mujer es una chica joven, de unos 30 años. Tiene el pelo recogido en una coleta que me recuerda al colegio de monjas donde estudié. Va vestida con unos vaqueros sencillos, y con un blusón negro y pañuelo falleros. Son fallas, así que evito odiarla por eso. Va borracha, algo que quiero considerar un hecho prístino de su persona para evitar otro tipo de juicios. La miro del revés. En todos los sentidos. Ella continúa proyectando quejas, insultos y agravios en todas direcciones. El odio que siente hacia todo rebota en el prisma cristalino de sus cuerdas vocales y escupe cientos de haces sonoros en todas direcciones. Yo la sigo mirando sin decir nada. Tengo mi pierna flexionada en alto y sujeta solo por mi voluntad y por mis dos manos. No quiero que mi tobillo ni siquiera roce la camilla. Siento cada vez más dolor. Mi tibia y mi peroné forman con la parte del astrágalo desprendida un bulto palpitante en mi tobillo. No hace falta mirarme para saber que no estoy pasando un buen rato.  Tras unos minutos en los que ella no para de hablar simultáneamente con nadie y con todos, y en los que yo no paro de mirarle fijamente a los ojos con la cara desencajada, por fin se calla. Su mirada se tuerce a la vez que su comprensión de la situación se endereza firme en su cerebro. Agradezco, ahora sí, que la inteligencia humana, incluso la más baja, tenga ciertos mecanismos de supervivencia.  Descanso por fin de los infames comentarios de la muchacha pero el tiempo pasa con igual desidia y con el mismo aburrido talante con el que de vez en cuando desfila por delante nuestro un doctor o un celador empujando una camilla vacía. Cuando han pasado 10 minutos escasos me giro otra vez hacia la chica. Sigue allí. Boca abajo para mi que la miro con la cabeza torcida hacia detrás. Nos volvemos a mirar a los ojos. El vínculo se hace más fuerte y por algún impulso que no logro controlar le pregunto qué le ha pasado. Abro los rediles. Destapo la férula protectora de la incisión en una aorta por la que fluye el ego henchido de esa desconocida insoportable. Inauguro la ceremonia anual de la AJ-CLEC, la asociación de jóvenes católicos, lisiados y enfadados del cotolengo, y doy paso a su presidenta. Allí, girada en mi campo de visión como un murciélago que cuelga de una aséptica arquitectura hospitalaria, me cuenta que estaba en un casal fallero bailando a lo gogó en un podio que no era un podio pero que era un montículo que habían ensamblado con unos bidones ella y sus amigos, que no son sus amigos, bueno, que no le caen muy bien, sobretodo después de haberle dicho que no tenía nada y no creerse su dolor, que eso si que duele, más que el morado de la pierna, y que quien le mandaba a ella subirse allí a hacer el tonto porque de repente se había ido todo al suelo y que menuda hostia se ha dado en la cadera y en la pierna y en todas partes. Yo la miro, y por más que la miro no paro de pensar que está bien, que sus amigos tienen razón, que qué coño hace ahí, y que si no tendrá algún tipo de problema, y que si para llamar la atención de alguien o simplemente para sentir algo de cariño o atención no habrá decidido exagerar lo que le duele, y así que un médico le atienda, y que una enfermera le cuide, y que así pueda inflar aún más su ego y su amor propio, y seguir sintiéndose el centro del mundo, y sobre todo, el núcleo de todo lo que odio en ese momento. Lo pienso en medio de mucho dolor y rencor. Se que no tengo pruebas, que yo no puedo saber lo que le duele o le deja de doler, pero estoy tan convencido de que esa es la realidad que cada vez la odio más. Ella parece que se da cuenta y entiende que lo sé, que le he calado, que no me venga con gilipolleces, que yo tengo un hueso salido del sitio y que si tanto te duele algo no estás soltando memeces chorras todo el rato. Mientras pienso todo eso mi cara debe ser una elegía rota de dolor y odio porque de repente, sin más, como si algo en su cabeza se hubiese vaciado del todo, la chica se calla y ya no vuelve a abrir la boca. Sorprendido y cauto doy las gracias a algo en lo que no creo y continúa mi historia en otro orden de cosas. Necesito mear y, como estoy a punto de descubrir, los siguientes cuatro días voy a tener que hacerlo en horizontal y en una especie de cantimplora o tuper con forma de pera gigante mientras un celador espera a unos metros de distancia de mi puerta para, al cabo de un breve periodo de tiempo, creo que un celador tarda en mear una media de 2 breves minutos y medio, recoger el recipiente lleno y caliente y alejarse cerrando la puerta tras de sí. En ese momento todavía no lo sé así que llamo al celador con categórica tranquilidad y con toda la escasa inocencia que todavía conservo a pesar de mi edad, y le comunico, con plena ignorancia del futuro inmediato que me espera ligado a una pera de plástico, que me estoy meando.

CADA UNO CON SU CIENCIA

¡Ya me han quitado la escayola! Tengo el tobillo que parece un panqueque deforme relleno de ciruelas a punto de reventar. Muy apetecible para metérselo en la boca cuando llegas taja perdido a casa de madrugada y piensas en introducir algo sólido en el estómago para equilibrar tu sistema digestivo con la inconsciente y falsa esperanza de que así se equilibren también tu sistema motriz y tu lóbulo occipital permitiéndote descansar plácidamente en horizontal sin que el techo de vueltas y sin echar la papa, pero, por el contrario, nada apetecible para apoyarlo contra el suelo y que ejecute funciones básicas de equilibrio dinámico del cuerpo y de basculación podal, algo a lo que antes estaba tan acostumbrado y que le dio cierta reputación en la siempre complicada jungla laboral a la que se enfrenta en su frenético día a día la amargada sociedad ósea de nuestra competitiva civilización corporal. En definitiva. Tengo una falla dolorosa de bajo presupuesto y con un sólo ninot que bascula en absolutamente ninguna dirección. Digamos que es el patito feo de los tobillos. El Stephen Hawking de las maratones. El Christian Grey de la cultura pornográfica. La Lucía Etxevarría de la literatura. El Mariano Rajoy de la política. Una basura inservible. Un error. Un defecto esencial. He decidido llamar a ese bulto atrófico que fue mi tobillo Bernie ya que considero que la personificación de nuestras propias taras nos permite establecer con ellas una cercana relación de amistad, cariño y respeto que,  a pesar de la diabólica motivación y del egoísmo que se esconde detrás de este aparente acto surrealista e infantil, sin duda hace que puedas ganarte su confianza obteniendo de ellas una verdadera implicación en su recuperación, que al fin y al cabo, es la tuya propia y es de lo que se trata. No es nada científico pero sin duda cada uno tiene, a parte de la ciencia oficial,  su propia ciencia, y si no es así debería serlo, pues son los pilares sobre los que se asientan los rasgos más excepcionales de la personalidad humana, así como el soporte de la auto justificación por encima de todo. Mi abuelo, por ejemplo, formuló una teoría científica, que muchos antes y después de él también esgrimieron, que postulaba que el tabaco es sano; y así vivió y murió felizmente, con la base de su ciencia amarilleando sus dedos, ennegreciendo sus dientes y escupiendo bocanadas de humo que rezumaban su propia verdad por todos lados. En cuanto a mi ciencia y a mi tobillo, es decir, a Bernie, debo decir que todavía ando pensando el apellido. El primero que me vino a la cabeza fue Ecclestone, pero lo he rechazado por parecerme un nombre de poco prestigio, ni siquiera lo consideraría un adjetivo digno. Por todo ello admito sugerencias, quiero decir – y espero que me perdone –  Bernie admite sugerencias.

HOY, DURANTE UNOS SEGUNDOS, NO HE MIRADO EL MÓVIL

Estoy sentado en un banco intentando mirar a mi alrededor de forma activa. A pesar de la agitación exagerada de mis células nerviosas y gliales, de mi atracción hacia cualquier dispositivo tecnológico y de la sensación de que un gran incendio está a punto de iniciarse en el interior de mi bolsillo derecho, consigo evitar la tentación de sacar el móvil y mirarlo. Me gusta jugar a eso. Aunque cada vez sienta con más fuerza en la pierna el foco ardiente del desastre, sólo separado por una fina capa de tela de mi piel, y aún sabiendo que, en el fondo de esa pequeña prisión de finos barrotes que entretejen una opresiva atmósfera textil, existe un mundo virtual que, sin importarle que yo lo consuma o no, continúa su dinámica imparable. Me gusta jugar a eso. Sufrir. Mirar hacia lo que hay más allá de mis brazos y mi mente sin poder evitar que mis pensamientos se escurran, una y otra vez, hacia ese bulto vivo al lado de otro bulto inerte. Intentar no existir donde existe mi aparato móvil. Mirar un árbol y pensar “móvil”. Mirar una pareja de adolescentes o de ancianos y pensar “móvil. Mirar como el mundo esparce su aburrimiento como una gelatina líquida que se desparrama inevitable y eterna por un flan perpetuo y, sin opción a imprevistos, pensar irremediablemente: “Móvil. Me gusta hacerlo y normalmente no tardo mucho en que la involuntariedad lance mi mano al fondo del bolsillo, e igualmente inconscientes, mis ojos se descubran a ellos mismos mirando de nuevo esa pantalla táctil en la que bailan mis falanges. Suele ser una derrota asumida y presumida, por lo que vivo con ella, y como con muchas otras, con la mayor naturalidad posible. Sin embargo hoy es diferente. Sea porque ahora ando con muletas y mi relación con el mundo ha cambiado, o porque beber por la mañana afloja mis instintos, hoy no miro el móvil, consigo evitar su poder electromagnético, y entonces ocurre. Algo en mi cerebro desconecta mis impulsos nomofóbicos liberando endorfinas que me relajan inmediatamente, una explosión lumínica desparrama multicromías por las paredes intangibles de mi visión binocular; mi zona monocular, aquella que sobrevive en los bordes de mi espacio de visión, se convierte en una especie de cascada policromática que termina desapareciendo en el fondo etéreo y oscuro de aquello que no alcanzo a ver ni en mis reojos. Una experiencia poco común se cierne sobre un yo que todavía no conozco y que asiste a ella con completa admiración y anormalidad catártica. Algunos elementos de la escena se ralentizan de repente: el agua de la fuente es asfalto que escupe gasolina deformando sus contornos, las palomas son bultos deformes en el aire, manchas de tinta y plumas sobre un lienzo azul, un niño que corre es una estatua detenida en el límite del tiempo, una figura congelada frente a un futuro dolor con forma de seto inundado de ápices. Tras esos segundos de remanso, después de la deflación cromodinámica, del slow motion, luego de la eternidad comprimida en ese segundo de contemplación, la bariogénesis de mí mismo da comienzo. Una avalancha de satisfacción avanza desde lo más profundo de mi hacia cualquier cosa que no sea yo. Siento que me expando libre de toda necesidad de enlaces, likes, hastags y follows. Me dilato como una gran vagina termodinámica, desbordo el cauce de mi ser desmembrando la alcancía que normalmente me mantiene atado, noto como vivo en cada barion del mundo, en cada isótopo, en cada átomo de hidrógeno, me desbordo hacia el cosmos, avanzo hacia el infinito que empieza en mi como una gran ola de emoción que todo lo arrasa y que todo lo siente. Me convierto en todo lo que no soy. Soy todo. Siento el dolor de ese niño que por fin cae sobre los pinchos y siento como el dolor es una explosión de fuego o una lluvia pigmentada. Me siento sólido de mil maneras diferentes, me deshago en mil moléculas imperceptibles para formar todo lo que me rodea. De repente soy edificios, lo cual duele, sobretodo en sus esquinas. Soy aire, azoto cabelleras, muslos, cuellos, periódicos abandonados en las calles, toldos, árboles, remolino imparable me convierto también en mobiliario urbano, me siento viejo, anticuado, soy escaparates, ácaros, neumáticos, reflejo parpadeante en puntos concretos del espacio donde los coches pasan ignorando que están siendo poseídos, soy motores, pantallas de plasma, tubos catódicos, me siento excitado, tricolor, quiosqueros sin dientes, soy molares y caninos, soy gatos huyendo del frío, me siento solo siendo todo, bajos de coches, tubos de escape, soy los miedos de alguien o de todos, cacahuetes, cáscaras de pipas, soy llaves rayando coches, me siento libre, soy graffitis, hojas, bicis, castañas calientes, carbón, alquitrán, tengo hambre o ganas de llamas, soy chicles aplastados por generaciones, soy ellos, vosotros, ella, tú que no eres tú sino todo, existo en ti que eres todo a través de mi, y de repente algo vibra en mi bolsillo y pienso qué cojones hago, y desconecto esos procesos cognitivos, y derrapa mi conciencia al borde de un abismo absurdo, y me veo por fuera y me avergüenzo, y pienso en qué coño me habré tomado, y respiro hondo, y me relajo otra vez porque creo que estaba a punto de darme un infarto, y pienso que eso no es normal, y que tendré que ir al médico, y que he estado a punto de morirme, o de tener un orgasmo muy raro, o de volverme loco, y que no ha estado mal pero ya está, y agarro mi móvil, e introduzco el pin, y entro a navegar por ese mundo telefónico y virtual de nuevo. Porque eso es lo que hacemos. Porque así somos. Porque al final está muy bien vivir en todas partes, pararse a ver el mundo, pero también es necesario bajar la vista y mirar el Facebook. Aunque no lo tengo claro.

3. EL VIAJE EN EL TIEMPO DE UN CERDO

Por un momento vuelo lejos de la tabla acolchada sobre la que estoy tumbado. En realidad no vuelo lejos, sino hacia delante. Gotas de sudor caen por la piel que cubre el hueso frontal de mi cráneo gracias a la fluidez que un mínimo porcentaje de agua y sales minerales le otorgan a la muy alta proporción de toxinas que lo forman. El viaje temporal es una especie de sufrimiento exático, algo parecido a un vuelo al ras de un suelo pedregoso y transitorio que comprime mi conciencia a base de palpitaciones crotáficas. Cada latido de elefante sobre mi sien escupe esa misma conciencia a través de mis glándulas subcutáneas, atraviesa mi cuero cabelludo y se desliza como orina por mi cresta supraorbitoria. En definitiva, sudo como un cerdo. Poco importa. En el fondo, como he dicho, en ese estado de lamentable humanidad trasciendo la capacidad media paquidérmica y realizo, de manera inapreciable para cualquier persona que me observe, un inconsciente y breve salto hacia delante en la densa catarata del tiempo que nos suele anclar en el fondo agitado y burbujeante del inquebrantable fluido del presente. El hospital parece que da tumbos. Gira 180 grados. Acelera. Frena. Enfoco lo que parece una pared trémula de la que cuelgan collarines, férulas, goteros y otra serie de elementos que no distingo. Me parece un hospital pequeño e incómodo, si es que puede existir en mi, en pleno aturdimiento, la capacidad de observación o de reconocimiento visual y la asociación de lo observado con recuerdos anteriores. Siento que tengo los ojos girados 180 grados en cualquiera de sus ejes y que, por lo tanto, miro hacia lo que existe por detrás de ellos. Todo son naranjas, fuegos artificiales, lens flares. Desde fuera dos bolas blancas con ramificaciones venosas indican, o eso parece, que a pesar de mi primera impresión y mi buen humor, ese bulto en mi tobillo empieza a doler. Algo, que no se si es una radio o un animal, si está dentro de mi o a diez manzanas, comienza a hacerme preguntas de manera galopante. Donde vivo, cual es mi nombre, cuales son mis apellidos, de donde soy, cuantos años tengo, qué me ha pasado, cuando me ha pasado, hace cuanto me ha pasado, si he comido, si he bebido. Pienso en agarrar a ciegas cualquier cosa con mi mano para reventar esa zona de espacio muerto del que salen disparadas las preguntas. De repente, como un enorme tapón de corcho emergiendo de un fondo marino de confusión, un dolor punzante a la altura de mi tobillo hace acto de presencia en mis entrañas eliminando cualquier acceso violento. El hospital sigue dando tumbos pero compruebo que el dolor punzante desaparece de pronto. Mis ojos comienzan a girar de nuevo como si fuesen los rodillos de una máquina tragaperras y tras varias vueltas mis pupilas hacen pleno. Mi conciencia vuelve, se desploma desde el medio gaseoso de la enajenación, tremendamente frío e incorpóreo,  al agradable medio líquido, caliente y consistente de la realidad. El hospital sigue dando tumbos y ahora comprendo que no estoy en el hospital, sino en una ambulancia. De repente me encuentro perfectamente bien. El sudor frío se evapora y empiezo a comprender ciertos efectos. Caigo en la cuenta de que no era dolor lo que sufría, y así, fingiendo más del que padezco, ignoro al sanitario que me hace las preguntas y discurro por pensamientos que me entretienen en un limbo consciente y tranquilo. Llevo un rato con mi tibia y mi peroné formando una nueva articulación donde debería estar mi tobillo, mi maléolo se ha desentendido de mi pie convirtiéndolo en una especie de mochuelo atrófico, algo parecido a un zócalo ajeno incapaz de obedecer órdenes cerebrales y aún así, por encima de todo, es el vasoconstrictor patentado en 1914 por la compañía Merck el que me sigue haciendo de las suyas, a través de ciertos efectos empatógenos y de sensaciones de fuerte carácter evasivo, algo, que como ya he dije anteriormente, agradezco de nuevo.

Asentado el hecho básico de circunstancialidad que me sitúa en una ambulancia camino del hospital observo al hombre que me hace preguntas. Las verbaliza con una vaga e indiferente empatía que resulta de mezclar, en proporciones justas, una conducta de neutra y vital apatía con una leve comprensión profesional del sufrimiento. Finalmente la ambulancia frena, las puertas se abren y soy empujado hacia la suave luz de la mañana, frente a las puertas del Hospital General de Valencia. Cuando me sacan de la ambulancia y me cambian de camilla me siento como un cerdo en una cadena agroalimentaria porcina. Los sanitarios intercambian alguna broma con las enfermeras, los celadores me llevan de manera autómata a un compartimento poblado de otros cerdos seccionados, fracturados o entubados y allí, solo en una piara enferma, abandonado, empiezo a comerme un techo que nunca hubiera imaginado.