Soy arrastrado en una camilla hacia la sala de espera de urgencias de traumatología. A mi alrededor los sanitarios andan por el pasillo esquivando a los pacientes. Doctores, enfermeros, celadores, sanitarios, todos de ambos sexos, se mueven como peces por una suave e invisible corriente de aire que los impele por todo el edificio y por las zonas libres de pacientes. Me recuerdan a esos camareros que no te miran y que mediante esa negación te otorgan el carácter de la inmaterialidad o de la identidad ausente ahorrándose tener que atenderte. Mientras me empujan en posición horizontal por los pasillos el techo se desplaza como una cinta transportadora de dibujos fractales compuestos por baldosas de pladur, perfiles de poliestireno, rejillas de ventilación, placas de escayola y halógenos siseantes. Los tubos luminosos fluorescentes derraman lánguidamente longitudes de onda en las que el azul y el magenta inundan el espectro lumínico. Me recuerda a la luz de las peceras que tienen de muestra en esas tétricas tiendas de animales catatónicos que aún perviven en alguna esquina desviada del sentido lógico de la vida. Es una luz tan flemática que parece no proyectar sombras. Todo lo que está bajo su manto refulgente tiene un aspecto mórbido. Tengo la sensación de estar dentro de una de esas jaulas que sirven para atraer con su albor actinio a moscas u otros insectos que acaban siendo electrificados en su atractivo y terrorífico interior de discoteca exclusiva para artrópodos. Por si fuera poco y para mejorar la sensación de ahogo que produce el hospital, el recinto parece una enorme berbena aromática en la que los etanoles, isopropanoles, formaldehídos y glutaraldehídos bailan como posesos junto a los benzalconios, cetrimidas y cloruros de cetilpiridinio sobre el barro de la fragante luz yodoformática; a esta magnífica coreografía balsámica se suman inoculantes perfumes humanos procedentes de reservados vip con forma de zonas axilares ubicadas en los pacientes que esperan a ser llamados por alguna enfermera mientras la frágil sábana del silencio trata de ocultar el silbido ruidoso que genera la diatriba mental de todo el que lleva allí un buen rato esperando. Por suerte me colocan en el pasillo. Alejado de todos. Un remanso de algo parecido a la paz en medio de algo demasiado descolorido como para producir sosiego. El astrágalo se suma a la fiesta del bajón. Hace rato que mi tobillo se ha roto tras precipitarme desde una altura considerable. Ahora ese bulto cada vez se toma menos tiempo para recordarme, a través de punzantes dolores regulares, que la estupidez es algo demasiado serio para que la esgrima cualquier imbécil. Me hacen unas placas. Radiografían mi maléolo de frente y de perfil. Les falta hacerme sujetar una placa con un número elevado de cifras para que los resultados radiográficos recuerden espeluznantemente a esas fotos que los funcionarios de prisiones toman de aquellos que son fichados en las cárceles y que son el complemento gráfico que acompaña a los expedientes personales en los que se describe su situación procesal y penitenciaria. Registrado mi condenado osteógeno vuelvo a ser lanzado al pasillo, alejado de la sala de espera de urgencias de traumatología. El tiempo pasa como en un óleo daliniano. Todo aquello que roza el tiempo, es decir, todo lo que existe en el plano real que ocupo yo en ese momento, parece ablandarse, fundirse, metaexistir en los límites físicos de la materia. La enorme varilla del tiempo golpea una y otra vez el mismo segundo situado en ese lugar maldito de mi pie llamado astrágalo. De repente una voz femenina aparece en escena. Viene desde detrás de mi. Como estoy tumbado en la camilla mi visión solo abarca lo que tengo delante y el techo, lo que significa que no puedo ver a la chica, algo que por otro lado no me apetece. Sólo quiero ser sedado, operado y devuelto a mi vida habiendo superado la que va a ser la peor resaca de mi vida. Su aparición, la de la voz, es abrupta. Suena como maderas nobles rompiéndose. Como un cerdo que grita mientras se deshace en una bañera de ácido. Como un gordo cayendo desde mucha altura sobre miles de cráneos. Una vez percibida se adentra en el cerebro, la voz, inapelable como una aguja de Kirschner atravesando el túnel tarsiano, algo de lo que podré hablar con conocimiento de causa horas después. Maldice su mala suerte, la chica. Dice que le duele la cadera, que le mata de dolor la pierna, que menuda hostia, que quien le manda subirse allí, que todo le tiene que pasar ella, que pobre de ella, que ella y que ella, que ahí esperando tanto rato, con lo que le duele, que no puede ni moverse, y que ahí, sufriendo, solo ella, ella, no habiendo nada más allá de ella, nadie más jodido a su alrededor, ninguna persona con cosas fracturadas o luxadas. Y así sigue todo el rato, imparable, como un torbellino de asqueroso chapapote sonoro, taladrando mi cabeza con su repetitivo discurso y todo girando en torno a ella, siendo ella el corazón que bombea fuego al sol, mostrando su lugar en el culo del mundo, siendo el centro gravitatorio del cosmos, anunciando a gritos que ella es el ojete de Dios. Comprendo en esos momentos que el tormento de un hueso roto no es comparable a la tortura mental que producen ciertas relaciones sociales. Cuando conocemos a alguien determinadas sensaciones impregnan nuestra amígdala. Ocurre en milésimas de segundo y su único fin es nuestra protección, un mecanismo de supervivencia. Así, alguien que nos resulte agradable, cercano, o confiable trufará nuestra amígdala de agradables efluvios sensoriales, y alguien que nos genere temor, desconfianza o asco pateará pertinazmente con unos crampones de acero ese mismo órgano amigdalino. Y así me encuentro yo. Con mi amígdala convertida en un charco de ovoalbúmina viscosa. Cansado de completar la imagen femenina de esa voz y de imaginar rostros hiperémicos con bocas infinitas decido mirar hacia la chica, ponerle cara, y arriesgar mi integridad que hasta ahora se encontraba a salvo de las vicisitudes que aparecen cuando se estable un vinculo de contacto visual directo entre dos personas. Como estoy tumbado en la camilla para ver a la chica tengo que mirar a la parte del pasillo que se encuentra a mis espaldas, en este caso y para ser más específico debería decir a mi coronilla, así que empiezo a levantar hacia arriba mi barbilla, rotando mi cabeza como si, en un paseo por un parque alzase la vista para ver el dinámico vuelo de un gorrión. Al estar en posición horizontal mirar hacia arriba significa también mirar hacia atrás. Cuando giro todo lo que puedo la cabeza contemplo el cuadro. La chica está sentada en una silla de ruedas a un par de metros de mi camilla. No hay nadie más. Estamos solos en ese pasillo solitario y transido. Ella no deja de hablar mientras la miro. Debido a mi posición la contemplo del revés, boca abajo. Mi arriba es su abajo, mi izquierda es su derecha y así consecutivamente. Todo yo soy una lente ocular invertida que proyecto las imágenes voleadas. Es curioso porque eso mismo hacen nuestros ojos habitualmente, invierten las imágenes que atraviesan nuestro iris en la cúpula ocular de la retina dándole la vuelta a la realidad por lo que en esa posición, frente a esa mujer insoportable, yo y mis ojos somos un doble multiplicador de irrealidad o de realidades alteradas o de universos de espejos o la versión humana y natural de las gafas de visión invertida de George M. Stratton. Sus ojos y los míos se cruzan y sé que el vínculo se ha establecido y que ahora, todo, sólo puede ir a peor. La mujer es una chica joven, de unos 30 años. Tiene el pelo recogido en una coleta que me recuerda al colegio de monjas donde estudié. Va vestida con unos vaqueros sencillos, y con un blusón negro y pañuelo falleros. Son fallas, así que evito odiarla por eso. Va borracha, algo que quiero considerar un hecho prístino de su persona para evitar otro tipo de juicios. La miro del revés. En todos los sentidos. Ella continúa proyectando quejas, insultos y agravios en todas direcciones. El odio que siente hacia todo rebota en el prisma cristalino de sus cuerdas vocales y escupe cientos de haces sonoros en todas direcciones. Yo la sigo mirando sin decir nada. Tengo mi pierna flexionada en alto y sujeta solo por mi voluntad y por mis dos manos. No quiero que mi tobillo ni siquiera roce la camilla. Siento cada vez más dolor. Mi tibia y mi peroné forman con la parte del astrágalo desprendida un bulto palpitante en mi tobillo. No hace falta mirarme para saber que no estoy pasando un buen rato. Tras unos minutos en los que ella no para de hablar simultáneamente con nadie y con todos, y en los que yo no paro de mirarle fijamente a los ojos con la cara desencajada, por fin se calla. Su mirada se tuerce a la vez que su comprensión de la situación se endereza firme en su cerebro. Agradezco, ahora sí, que la inteligencia humana, incluso la más baja, tenga ciertos mecanismos de supervivencia. Descanso por fin de los infames comentarios de la muchacha pero el tiempo pasa con igual desidia y con el mismo aburrido talante con el que de vez en cuando desfila por delante nuestro un doctor o un celador empujando una camilla vacía. Cuando han pasado 10 minutos escasos me giro otra vez hacia la chica. Sigue allí. Boca abajo para mi que la miro con la cabeza torcida hacia detrás. Nos volvemos a mirar a los ojos. El vínculo se hace más fuerte y por algún impulso que no logro controlar le pregunto qué le ha pasado. Abro los rediles. Destapo la férula protectora de la incisión en una aorta por la que fluye el ego henchido de esa desconocida insoportable. Inauguro la ceremonia anual de la AJ-CLEC, la asociación de jóvenes católicos, lisiados y enfadados del cotolengo, y doy paso a su presidenta. Allí, girada en mi campo de visión como un murciélago que cuelga de una aséptica arquitectura hospitalaria, me cuenta que estaba en un casal fallero bailando a lo gogó en un podio que no era un podio pero que era un montículo que habían ensamblado con unos bidones ella y sus amigos, que no son sus amigos, bueno, que no le caen muy bien, sobretodo después de haberle dicho que no tenía nada y no creerse su dolor, que eso si que duele, más que el morado de la pierna, y que quien le mandaba a ella subirse allí a hacer el tonto porque de repente se había ido todo al suelo y que menuda hostia se ha dado en la cadera y en la pierna y en todas partes. Yo la miro, y por más que la miro no paro de pensar que está bien, que sus amigos tienen razón, que qué coño hace ahí, y que si no tendrá algún tipo de problema, y que si para llamar la atención de alguien o simplemente para sentir algo de cariño o atención no habrá decidido exagerar lo que le duele, y así que un médico le atienda, y que una enfermera le cuide, y que así pueda inflar aún más su ego y su amor propio, y seguir sintiéndose el centro del mundo, y sobre todo, el núcleo de todo lo que odio en ese momento. Lo pienso en medio de mucho dolor y rencor. Se que no tengo pruebas, que yo no puedo saber lo que le duele o le deja de doler, pero estoy tan convencido de que esa es la realidad que cada vez la odio más. Ella parece que se da cuenta y entiende que lo sé, que le he calado, que no me venga con gilipolleces, que yo tengo un hueso salido del sitio y que si tanto te duele algo no estás soltando memeces chorras todo el rato. Mientras pienso todo eso mi cara debe ser una elegía rota de dolor y odio porque de repente, sin más, como si algo en su cabeza se hubiese vaciado del todo, la chica se calla y ya no vuelve a abrir la boca. Sorprendido y cauto doy las gracias a algo en lo que no creo y continúa mi historia en otro orden de cosas. Necesito mear y, como estoy a punto de descubrir, los siguientes cuatro días voy a tener que hacerlo en horizontal y en una especie de cantimplora o tuper con forma de pera gigante mientras un celador espera a unos metros de distancia de mi puerta para, al cabo de un breve periodo de tiempo, creo que un celador tarda en mear una media de 2 breves minutos y medio, recoger el recipiente lleno y caliente y alejarse cerrando la puerta tras de sí. En ese momento todavía no lo sé así que llamo al celador con categórica tranquilidad y con toda la escasa inocencia que todavía conservo a pesar de mi edad, y le comunico, con plena ignorancia del futuro inmediato que me espera ligado a una pera de plástico, que me estoy meando.